En los tiempos en que los emperadores gobernaban con el mandato del cielo y los dioses aún se manifestaban en la Tierra, había un linaje secreto, una dinastía oculta cuyo poder no provenía de la guerra ni del oro, sino de la sangre misma. Eran los Hijos del Dragón de Jade, descendientes de la gran bestia celestial.
La leyenda cuenta que en las montañas de Huangshan, donde las nubes se enredan en los picos como seda flotante, apareció Long Shen, el Dragón de Jade, guardián de los ríos y señor del viento. De su aliento nacían las lluvias, y con su cola agitaba las mareas. Durante siglos, los emperadores intentaron encontrar su morada, buscando su bendición, pero Long Shen solo se revelaba a los dignos.
Un día, una humilde sacerdotisa llamada Lianhua, devota de los antiguos dioses, escaló las montañas y, con un corazón puro, ofreció su vida al dragón a cambio de paz para su pueblo. Long Shen no la devoró, sino que la tomó como su elegida, otorgándole un linaje divino.
Desde entonces, sus descendientes caminaron entre los humanos, con la habilidad de comunicarse con el viento y las aguas. Podían predecir las tormentas, sanar con un toque y, en los momentos más oscuros, desatar la furia de su padre celestial.
Durante generaciones, los Hijos del Dragón protegieron el reino en silencio, ocultos entre los monjes y sabios, apareciendo solo cuando el equilibrio del mundo estaba en peligro. Pero con la llegada de nuevos emperadores y el avance de los ejércitos, la dinastía comenzó a desvanecerse. Algunos fueron cazados, otros desaparecieron, y el linaje quedó reducido a un puñado de guardianes ocultos en los templos sagrados.
Hoy, la mayoría cree que es solo un mito. Pero en los días de tormenta, cuando los relámpagos iluminan los cielos de China y el viento ruge entre las montañas, algunos aseguran ver una silueta esmeralda en las nubes, un dragón que aún vigila a sus hijos… esperando el día en que deban despertar de nuevo.